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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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Lo que merece el enfermo terminal

Demos al enfermo terminal todo lo que merece y todo lo que pida de modo legítimo

Dejemos de lado, por un momento, la palabra “eutanasia”. Porque con ella algunos dicen una cosa y otros otra.

Fijemos, entonces, nuestra atención en el enfermo, en sus deseos y temores, en su fragilidad y su dolor, en su dependencia cada vez mayor de las manos y de la honestidad del equipo médico.

¿Qué merece un enfermo? Merece que sea visto siempre como un ser humano. Pase lo que pase, conserva siempre su dignidad. Posee un valor inmenso, con unas necesidades muy grandes en su cuerpo y, no hay que olvidarlo, en su espíritu.

Merece, por lo mismo, ser respetado en sus deseos legítimos y ser atendido en su enfermedad. Aunque sea un enfermo “terminal” al que le quedan pocas semanas de vida, su mirada, su corazón, su fragilidad, han de ser tratados con pericia y, sobre todo, con cari_o.

No podemos despreciarle o dejarle de lado. Aunque cueste dinero, aunque ocupe una cama y aparatos muy sofisticados, aunque su acercamiento a la muerte nos lleve a pensar que sería mejor “adelantar” su muerte. Nunca será justo actuar contra su vida y contra sus derechos fundamentales.

Dentro del marco del respeto, el enfermo o, cuando él no pueda hablar, sus familiares, tiene el derecho de decir “basta” ante tratamientos que no sean capaces de curarle y que alarguen dolorosamente su camino hacia la muerte. No es justo “ensañarse” contra sus deseos y probar en un cuerpo herido aparatos y métodos que sólo sirven para prolongar, unos días o meses, una vida cuando el enfermo dice “ya déjenme morir en paz”.

No nos confundamos: no es matar a un enfermo el suspender tratamientos que el mismo enfermo ya no desea de modo razonable, porque los considera excesivos o porque acepta que la vida merece rendirse ante el proceso de una enfermedad incurable. En cambio, sí es matarlo quitarle tratamientos necesarios para su supervivencia y pedidos por el mismo enfermo, si éste considera que vale la pena alargar unas semanas o unos meses su existencia terrena.

Por lo tanto, los tratamientos que no curan y que prolongan la lenta agonía del enfermo pueden ser suspendidos. En ese caso, habrá que mantener aquellas atenciones mínimas que todo ser humano merece: alimentación, hidratación, limpieza, tratamiento del dolor a través del uso de calmantes o antidoloríficos.

Demos al enfermo terminal todo lo que merece y todo lo que pida de modo legítimo. No pensemos nunca en acelerar su muerte, pero tampoco alarguemos sus sufrimientos con tratamientos inútiles que un enfermo ya no desee. De este modo, mantendremos el respeto a su dignidad y a su autonomía legítima, mientras le ofrecemos todo aquello que pueda ayudarle un poco en los últimos días de su existencia entre nosotros.
Autor: Fernando Pascual

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