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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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Salir de las trincheras


Hay que dar a conocer a los hombres que el Amor es hermoso, que la Bondad existe, que las lágrimas pueden ser consoladas. 
Existe el peligro, en muchos católicos, de vivir a la defensiva, de esconderse en las trincheras para resistir cientos de ataques que llegan por todos lados.

¿Atacan al Papa? Hay que buscar argumentos para defenderlo. ¿Critican las “riquezas” del Vaticano? Hay que explicar que tales “presuntas riquezas” son patrimonio de la Iglesia y, en cierto modo, de la humanidad. ¿Se ríen de la moral sexual católica? Hay que estudiarla y refutar críticas a veces ridículas. ¿Nos acusan de fundamentalistas e intolerantes? Respondemos con ejemplos del pasado y del presente que muestran la profunda actitud de respeto hacia todos los hombres que nace de nuestra fe católica.

El cristianismo surgió en un ambiente hostil. Cristo mismo nos dijo que muchos nos odiarían, nos excluirían, nos atacarían. No es de extrañar, por tanto, que hoy, como en tantos momentos del pasado, haya numerosas personas e instituciones dedicadas, a veces con energías y medios desproporcionados, a atacar, marginar, incluso destruir la fe de los corazones, el respeto hacia la Iglesia, la pujanza de sus instituciones y obras de caridad.

Pero ese cristianismo, perseguido, arrinconado, despreciado, tomó, desde sus orígenes, una actitud claramente conquistadora. Se convirtió en un movimiento espiritual que no se limitó a unas fronteras estrechas, que no cerró las puertas a cal y canto para evitar las heridas de los posibles agresores, de los enemigos de la luz.

Al contrario, los primeros cristianos buscaron mil caminos para irradiar, entre quienes vivían a su lado, una experiencia, una fe, un amor, que da sentido a la existencia humana, que ilumina de esperanza la mirada de los corazones, que alivia las penas profundas y las heridas que la vida deja inexorablemente en nuestras vidas.

El cristiano no vive, por lo tanto, para defenderse. Estudiará, desde luego, su fe, su historia, su riqueza doctrinal. Sabrá reconocer también que ha habido errores y fallos en no pocos católicos durante los 2000 años de nuestra historia. Respetará la dignidad de los “adversarios”, a los que ofrecerá una respuesta justa y, más profundamente, una mano respetuosa y llena de afecto sincero.

Pero, de modo especial, tendrá la alegría y el arrojo de comunicar algo que ni el dinero, ni el poder, ni la belleza, ni la medicina, ni la ciencia, es capaz de dar: la verdad del Evangelio, la certeza de que Dios nos ama en Jesucristo.

El mundo necesita y pide, quizá sin saberlo, testigos de la bondad de Dios, mensajeros de una Buena noticia, heraldos de un Amor que arranca del Padre de los cielos y pone su tienda entre los hombres con la llegada del Hijo.

Hay que salir de las trincheras. No podemos guardar un tesoro que es para todo el mundo. Hay que poner la lámpara sobre el celemín, hay que dar a conocer a los hombres que el Amor es hermoso, que la Bondad existe, que las lágrimas pueden ser consoladas, que la muerte no es la última palabra de la historia humana.

Sabemos que el Sepulcro de Cristo está vacío. Percibimos su presencia continua, como Señor Resucitado, entre nosotros. Dar testimonio de su Cruz salvífica y victoriosa es una urgencia que todos debemos sentir en lo más profundo de nuestra identidad cristiana. Porque muchos hombres viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Lc 1,79). Porque muchos desean, profundamente, descubrir que son amados, reconocer que la salvación de Cristo también es para ellos.
Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

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