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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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Conversación de Príncipes. Los ángeles de la guarda (PRIMERA PARTE)

AUTOR: P. Antonio Orozco  | Fuente: Arvo.net
2 DE OCTUBRE
Es hora de aliarse con todas las fuerzas del Bien, del Cielo y de la tierra, para ahogar el mal en su abundancia
Si fuésemos humildes siervos en la edad de oro de los poderes regios y topásemos con un príncipe sabio,
magnífico y magnánimo, de poder invencible, dispuesto a ser nuestro
protector y amigo, aliado en las batallas y servidor en
nuestros varios menesteres, nos hallaríamos ante una sombra de nuestro
Angel Custodio. Asombro, admiración y gratitud no conocerían límites en
nuestro ánimo y atenderíamos a sus más leves gestos.



La Iglesia entera proclama gozosa la existencia de esos Príncipes del Cielo
que están junto a nosotros en la tierra; y lo
celebra especialmente cada 2 de octubre. San Josemaría Escrivá de
Balaguer, fundador del Opus Dei (1) decía en Argentina, ante
una muchedumbre de hombres y mujeres de toda edad y
condición: El Ángel Custodio es un Príncipe del Cielo que
el Señor ha puesto a nuestro lado para que nos
vigile y ayude, para que nos anime en nuestras angustias,
para que nos sonría en nuestras penas, para que nos
empuje si vamos a caer, y nos sostenga (2).Era un
modo de expresar en síntesis lo que la Doctrina Católica
ha enseñado de continuo: La Providencia de Dios ha dado
a los Ángeles la misión de guardar al linaje humano
y de socorrer a cada hombre; y no han sido
enviados solamente en algún caso particular, sino designados desde nuestro
nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la
salvación de cada uno de los hombres(3).

Mirad -decía el Señor a sus discípulos- que no despreciéis a algunos de estos
pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los
Cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial
(4). Y los santos se asombran: Grande es la dignidad
de las almas, cuando cada una de ellas, desde el
momento de nacer, tiene un Ángel destinado para su custodia
(5). ¡Amorosa providencia de nuestro Padre Dios!, gran bondad la
suya, que otorga a sus criaturas parte de su poder,
para que unos y otros seamos también difusores de bondad.

No imploramos bastante a los Ángeles, dice Bernanos. Inspiran cierto temor
a los teólogos (a algunos, claro es), que los relacionan
con aquellas antiguas herejías de las iglesias de Oriente; un
temor nervioso, ¡vamos! El mundo está lleno de Ángeles (6).

Lo cierto es que nos acompañan a sol y sombra, por
cumplir puntual y amorosamente, la misión que la Trinidad les
ha confiado: que te custodien en todas tus andanzas (7).
No parece sensato rehusar un auxilio tan precioso.

En Getsemaní –aquella altísima cumbre del dolor- se hallaba el Dios humanado en
agonía, en lucha singular frente al pavor y hastío, con
tristeza de muerte. Los apóstoles -incluso Pedro, Santiago y Juan-
heridos por el sopor, dormitaban después de tensa jornada. Jesús,
solo, se adentra en el insondable drama de la Redención
de la humanidad caída. Gruesas gotas de sangre emanan de
su piel y empapan la tierra (8), muestra elocuente de
la magnitud de la angustia.

En esto se le apareció un Ángel del Cielo que le confortaba (9). ¿Qué Ángel sería
aquél que recibió estremecido la misión de prestar vigor a
la Fortaleza y consolar al Creador? ¡Qué humildad! ¡que temblor!
¡qué fortaleza!

A veces, también nosotros, pequeños, débiles, medrosos, hemos de dar consuelo y energía a los más fuertes. Es tremendo,
pero hay que hacerlo. Y si Cristo Jesús acude a
un Ángel en busca de auxilio, ¿será tanta mi soberbia
o mi ignorancia, que yo prescinda de semejante ayuda? Los
Ángeles y demás Santos son como una escala de preciosas
piedras que, como por ensalmo, nos elevan al trono de
la gloria.


Hacer amistad con el Ángel Custodio

Sin duda he de tratar mucho más a mi Ángel. Es imponente su
personalidad. Sin embargo, aunque muy superiores a nosotros por naturaleza,
las criaturas angélicas son, por gracia, como nosotros, hijos del
mismo Padre celestial: nos unen entrañables lazos de fraternidad. Cariño
recíproco y personal, confidencia y común quehacer son hacederos con
el ángel. Su amistad es en verdad factible. En espíritu
están los ángeles pegados al hombre. Y van marchando con
el tiempo histórico al compás de nuestra persona. El ángel
se halla pronto a escuchar porque su guardia no la
rinde el sueño ni el cansancio. Es vigilia sin relevo.
Con él se puede departir en lenguaje franco de labios,
aquél que se oye sin el servicio de la lengua,
el verbo que ahorra fatigas y tiempo (10).

Es maravilloso que en este andar por la tierra, nos acompañen los Ángeles
del Cielo. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe san
Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles.
La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado
de su luminosa pureza... Pero desde el momento en que
nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han
reconocido como conciudadanos.

Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se
alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior
a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por
encima de ellos, en la persona del Rey del cielo;
y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como
un compañero (11).

Consecuencia lógica: Ten confianza con tu Ángel Custodio. -Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y él sabrá
hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día
(12). Y te pasmarás con sus servicios patentes. Y no
debieras pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a
ti (13).

Su presencia se hace sentir en lo íntimo del alma. Tratando con él de los propios asuntos, se iluminan
de súbito con luz divina. Y no es de maravillar,
pues es verdadero lo que dicen aquellas letras grandes, inmensas,
grabadas en un muro blanco de La Mancha, que transcribe
Azorín: los ángeles poseen luces muy superiores a las nuestras;
pueden contribuir mucho, por tanto, a que las ideas de
los hombres sean más elevadas y más justas de lo
que de otro modo lo serían, dada la condición del
espíritu humano (14).

Precisamente, la misión de custodiar se ordena a la ilustración doctrinal como a su último y principal efecto
(15). Los Ángeles Custodios nutren nuestra alma con sus suaves
inspiraciones y con la comunicación divina; con sus secretas inspiraciones,
proporcionan al alma un conocimiento más alto de Dios. Encienden
así en ella una llama de amor más viva (16).
No sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen
los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores,
de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios, por cuyo medio
Dios también las hace (17).

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