Con la intervención de Dios en la historia humana, las derrotan pueden generar victorias.
P. Fernando Pascual LC
Las derrotas desencadenan un mecanismo sumamente peligroso. El batallón derrotado en el flanco derecho contagia el pánico en los otros batallones. La fuerte bajada de cotización de las acciones de una empresa provoca la desconfianza entre los accionistas de otras empresas del mismo sector.
A nivel personal, cometer un delito, o simplemente consentir con un acto de egoísmo que tanto daña nuestro corazón, desencadena sentimientos de derrota, desaliento, apatía.
Tras un primer error, qué fácil resulta volver a tropezar en la misma piedra, o incluso caer en otros pecados que antes podían evitar fácilmente.
Notamos, así, que las derrotas generan derrotas.
Pero es posible también lo contrario: con la intervención de Dios en la historia humana, las derrotan pueden generar victorias.
Al contemplar el desastre inmenso del pecado original, esa desobediencia de nuestros primeros padres, vemos cómo se desencadena en el mundo un torbellino de males, de egoísmos, de mentiras, de guerras. La derrota parece haber cogido vuelo hasta lograr un triunfo catastrófico sobre los corazones humanos.
Pues precisamente en ese momento Dios decide mantenerse fiel a su Amor. Inicia entonces la victoria más maravillosa: la que nace desde la misericordia y triunfa sobre el mal, sobre el pecado, sobre la injusticia, sobre la muerte.
El camino de esa victoria, ciertamente, no ha sido fácil. Culminó en el drama más inmenso de la historia: la condena del Inocente, del Hijo del Padre e Hijo de María, por culpa de los pecados de los hombres. Pero esa misma “derrota” del calvario se ha convertido en el inicio del triunfo decisivo de la gracia, del bien, de la justicia, de la misericordia.
Lo explicaba san Pablo con palabras llenas del fuego del Espíritu Santo: “En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre, ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo! Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida. En efecto, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos. La ley, en verdad, intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,17-20).
La Iglesia, con un atrevimiento que sólo se explica desde la esperanza, llega a cantar este milagro, en la Vigilia Pascual, con palabras que estremecen el corazón de los bautizados: "Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!"
San Francisco de Sales llegó más lejos al contemplar esta extraña situación: "Y tan lejos estuvo el pecado de Adán de exceder a la bondad divina, que, al contrario, la excitó y la provocó, de tal manera que, por una suave y amorosísima emulación y porfía se robusteció en presencia de su adversario, y, como quien concentra sus fuerzas para vencer, hizo que sobreabundase la gracia donde había abundado la iniquidad, de suerte que la santa Iglesia, movida por un santo exceso de admiración, exclama conmovida, la víspera de Pascua: ¡Oh pecado de Adán, verdaderamente necesario, que ha sido borrado por la muerte de Jesucristo! ¡Oh feliz culpa, que ha merecido tener un tal y tan grande Redentor! Tenemos, pues, razón, de decir con uno de los antiguos: Estábamos perdidos, si no nos hubiésemos perdido; es decir, nuestra pérdida nos fue provechosa, porque, en efecto, la naturaleza recibió más gracia por la redención, de la que jamás hubiera recibido por la inocencia de Adán, si hubiese perseverado en ella" (Tratado del amor de Dios, libro II, V).
Desde el inmenso amor de Dios, una derrota puede convertirse en el inicio de una victoria. Tras la caída, tras el pecado, podremos ser más humildes, podremos abrirnos con más plenitud a la gracia de Dios, podremos tener un corazón más dispuesto a perdonar porque antes fuimos perdonados.
En definitiva, podremos alcanzar, por los méritos de la Pasión de Cristo, la palma de la victoria de los que triunfan porque han lavado sus vestiduras en la Sangre del Cordero (cf. Ap 7,14).
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