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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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Conversación de Príncipes. Los ángeles de la guarda (SEGUNDA PARTE)

Aliado en las batallas 
Cada día tiene su afán, y Satanás -el Adversario- anda siempre en
torno nuestro, como león rugiente, buscando presa que devorar (18).
El también ha sido Ángel, magnífico, poderosísimo. Solos estaríamos perdidos.
Pero los Ángeles fieles, con el poder de Dios, como
buenos pastores que son, nos amparan y defienden de los
lobos, que son los demonios (19). También Nuestro Señor Jesucristo,
cuando permitió -para nuestro consuelo y ejemplo- que el demonio
le tentase en la soledad del desierto, en momentos de
humana flaqueza, quiso la cercanía de los ángeles.
La historia se repite en sus miembros: después de la lucha entre
el amor de Dios en la libertad del hombre con
el odio satánico, viene la victoria. Y los ángeles celebran
el triunfo -nuestro y suyo- vertiendo a manos llenas en
el corazón del buen soldado de Cristo la gracia divina,
merecida y ganada no con las solas fuerzas humanas, sino
más bien con las divinas, puestas por Dios en los
brazos misteriosos de los Santos Ángeles, nuestros Príncipes del Cielo.
Estando con ellos, estamos con Dios, y si Deus nobiscum,
quis contra nos? (20), si Dios está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?.

Contando asiduamente con los Custodios, seremos más señores de nosotros mismos y del mundo. Porque es de saber que
los Ángeles gobiernan realmente el mundo material: dominan los vientos,
la tierra, el mar, los árboles... (21). Con sabiduría divina
la Escritura reduce las fuerzas naturales, sus manifestaciones y efectos,
a su más alta causalidad, como más tarde lo haría
San Agustín en la frase: «toda cosa visible está sujeta
al poder de un angel» (22).


Los Ángeles, junto al Sagrario

El mundo está lleno de Ángeles. El Cielo está muy cerca; el Reino de Dios se halla en medio de
nosotros. Basta abrir los ojos de la fe para verlo.
Y el pequeño mundo, los millares de pequeños mundos que
entornan los Sagrarios, están llenos de Ángeles: Oh Espíritus Angélicos
que custodiáis nuestros Tabernáculos, donde reposa la prenda adorable de
la Sagrada Eucaristía, defendedla de las profanaciones y conservadla a
nuestro amor»(23).

Los Sagrarios nunca están solos. Demasiadas veces están solos de corazones humanos, pero nunca de espíritus angélicos, que adoran
y desagravian por la indiferencia e incluso el odio de
los hombres. Al entrar en el templo donde se halla
reservada la Eucaristía, no debemos dejar de ver y saludar
a los Príncipes del Cielo que hacen la corte a
nuestro Rey, Dios y Hombre verdadero. Para agradecerles su custodia
y rogarles que suplan nuestras deficiencias en el amor.


Y al celebrarse la Santa Misa, la tierra y el cielo se
unen para entonar con los Angeles del Señor: Sanctus, Sanctus,
Sanctus... Yo aplauso y ensalzo con los Angeles: no me
es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro
la Santa misa. Están adorando a la Trinidad (24). Con
ellos, qué fácil resulta meterse en el misterio. Estamos ya
en el Cielo, participando de la liturgia celestial, en el
centro del tiempo, en su plenitud, metidos ya en la
eternidad, gozando indeciblemente.


Los custodios de los demás

Pero ¿y los Custodios de los demás, no existen? ¡Claro que sí! También
debemos contar con su presencia cierta: saludarles con veneración y
cariño; pedirles cosas buenas para cuantos nos rodean o se
cruzan en nuestro camino: en el lugar de trabajo, en
la calle, en el autobús, en el tren, en el
supermercado, por la escalera... Así, las relaciones humanas, se hacen
más humanas, además de más divinas: Si tuvieras presentes a
tu Ángel y a los Custodios de tus prójimos evitarías
muchas tonterías que se deslizan en la conversación (25). Las
nuestras serían entonces conversaciones de príncipes, con la digna llaneza
de los hijos de Dios, gente noble, bien nacida, sin
hiel en el alma ni veneno en la lengua, con
calor en el corazón. Nuestra palabra sería siempre -ha de
ser- sosegada y pacífica, afable, sedante, consoladora, estimulante, unitiva, educada
(que todo lo humano genuino precisa de educación cuidadosa). Habría
siempre -ha de haber- en la conversación, más o menos
perceptible, un tono cristiano, sobrenatural, es decir, iluminado por la
fe, movido por la esperanza e informado por la caridad
teologal.

De este modo, también las gentes que nos tratan, descubrirán que el Cielo está muy cerca; que es hora de
despertar del sueño, que ha pasado el tiempo de sestear
como Pedro, Santiago y Juan en Getsemaní; que somos algo
más que ilustres simios; que no somos ángeles, pero gozamos
de alma espiritual e inmortal, y somos -como los Ángeles-
hijos de Dios. Es hora de aliarse con todas las

fuerzas del Bien, del Cielo y de la tierra, para
ahogar el mal en su abundancia.

La Virgen Santa, Reina de los Ángeles, nos enseñará a conocer y a tratar
a nuestro Angel Custodio; sonreirá cuando nos vea conversar con
él entrañablemente, porque nos verá en un camino bueno, en
la escala que sube al trono de Dios. Pido al
Señor que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí,
no nos apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos
también nuestra amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos
mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. Sed
devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad,
pero también es muy divina; como la vida nuestra, que
es divina y humana (26).
 AUTOR: P. Antonio Orozco  | Fuente: Arvo.net

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