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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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EL DIOS QUE HACE MARAVILLAS


El milagro es el “signo” de nuestra fe. Más aún, hemos de “convertimos” en milagros: Milagros de coherencia, de fidelidad, de misericordia, de generosidad, de comprensión.


I. TUS PREGUNTAS SOBRE DIOS

EL DIOS QUE HACE MARAVILLAS
Abordemos ahora los milagros, un tema que planteas continuamente para decirme que no crees en ellos... Y, al mismo tiempo, que te gustaría que hubiese más. Yo, en cambio, creo en ellos, y pienso que se dan a menudo cuando se tiene una fe viva. Esta es mi tesis. Ahora me explico.



Falsas ideas sobre el milagro
«Quitad los milagros del Evangelio y toda la tierra caerá de bruces a los pies de Jesucristo», escribe Jean-Jacques Rousseau. No comparto, lógicamente, su teoría, pero intento entender la procedencia de esta reacción, que se prolonga hasta la actualidad. Creo que esta reacción se debe a tres razones.

En primer lugar, porque se ha abusado de la presentación del milagro, no como un signo de la atenta presencia de Dios ante las preocupaciones de los hombres, sino como una travesura destinada a humillar a la razón. «Creéis en el valor absoluto de vuestras leyes, parecen decir los partidarios de esta presentación de los milagros, para olvidaros de Dios o incluso para negarlo. Pues bien, Dios os muestra su existencia y sus capacidades violando esas leyes cuando le viene en gana. ¡Asumid la reprimenda y reconoced vuestro error!». Es decir, el milagro se definía como una excepción de las leyes naturales, para dar en la cara a los racionalistas orgullosos. Se comprende perfectamente la indignación de éstos, que, si bien merecían una lección, no tenía por qué ser tan humillante. Dios no se dedica a hacer sietes en el tejido de la naturaleza, sino maravillas. Es capaz de hacer maravillas sin hacer sietes, es decir, insertando su acción en el curso de los acontecimientos. Yo mismo he disfrutado en mi vida de las sonrisas del Señor, que no se pueden catalogar como prodigios, pero sí como signos de su presencia. A la inversa, no basta con que haya un prodigio para concluir afirmando la presencia de Dios. Ningún milagro, ni siquiera una resurrección, puede forzar a alguien a creer (Lucas 16,30). Este es, pues, a mi juicio, el primer malentendido.

Dado que el milagro es definido como una excepción hecha por Dios en las leyes naturales, para constatar tal hecho se establece en Lourdes un centro médico, encargado de analizar las curaciones. Sólo podrá hablarse de milagro en el caso de que la ciencia no encuentre explicación natural alguna a tal curación. Es, pues, lo anormal lo que permite testar la acción divina. De esta forma, dicen los partidarios de esta postura, los no creyentes no podrán hablar de subterfugios. Sin duda, pero no por eso quedarán más convencidos. Siempre podrán decir que algún día el progreso científico terminará por hallar la causa que hoy todavía se nos escapa. Así pues, a pesar de todas las precauciones tomadas, el milagro nunca puede ser probado rigurosamente y el científico siempre podrá negarlo.

Pero, ¿por qué haría falta probarlo? ¿Por qué el enfermo curado tendría que esperar un certificado que le otorgase la etiqueta de milagroso y le permitiese así dar gracias a su Señor sin temor a equivocarse? Tanto más cuanto que este sello de autenticidad de la Iglesia no convencería a todo el mundo.

El milagro no se confunde, pues, con lo inexplicable. Es un acontecimiento que se adueña de una historia espiritual y que comporta, por ejemplo, peregrinación, intercesión, oración de confianza, invocación a María, promesa de una vida más fervorosa, caridad hacia los pobres, promesa de conversión, etc. Sólo los hombres que han vivido tales momentos tienen derecho a ver en ellos un signo del cielo, independientemente de que la curación se pueda explicar, al menos parcialmente, sin recurrir al milagro. El hecho no debe arrancarse, pues, de su contexto, para trasladarlo al laboratorio y convertirlo en un caso clínico y nada más. En el Evangelio, los relatos de los milagros subrayan ante todo la relación entre Jesús y su interlocutor, insistiendo en la confianza total de éste en el Señor. Y si Cristo envía al leproso curado al sacerdote, no es para una verificación médica, sino para que sea reinsertado legalmente en la comunidad..., previo pago del don prescrito (Mateo 8,4).

El tercer malentendido está muy relacionado con los ya expuestos. Algunas personas curadas milagrosamente se afanan en proclamar que su fe coincide con su curación. Y esto no es del todo cierto. Es evidente que el favor recibido puede producir en el corazón maravillado del enfermo curado una conversión profunda. Ahora bien, el credo del cristiano no se limita a proclamar: «creo en el Dios que me curó». No hay que exagerar la nota y colocar una curación en el culmen del plan divino. De lo contrario, ¿cómo podrían creer los que no han recuperado su salud? ¡De todas maneras, entre la desaparición de un tumor y la Resurrección de Jesús hay una considerable distancia! Una distancia que me hace comprender que mi Dios es también el de los demás, que no soy la maravilla de las maravillas, y que ha hecho en mí algo mucho más importante que curarme una pierna.

Una curación no dispensa, pues, de la catequesis. De lo contrario, el milagro sería un medio cómodo y económico de creer..., sin necesidad de la fe. Ahora bien, en el Evangelio, el prodigio no encierra sobre sí mismo al que lo recibe, sino que le hace volverse hacia Cristo, proclamando que es el Hijo de Dios. Por eso, Jesús invita al ciego de nacimiento, totalmente feliz por haber recobrado la vista, a recorrer lo que le queda de camino para alcanzar la luz.

«-¿Crees en el Hijo del Hombre?, le dice.
-¿y quién es, Señor, para que crea en él?
-Ya lo estás viendo, es el mismo que habla contigo.
-Entonces él dijo: Señor, yo creo» (Juan 9,35-38).

El ciego todavía no había caído en la cuenta que el que le había curado era el mismo Señor, el Señor de todos los hombres.
Los tres malentendidos explicados tienen algo en común: previenen contra la tentación de querer cazar a Dios, de intentar pillarle en flagrante delito de existencia a través del milagro, como si la fe fuese un simple atestado asequible a todo el mundo sin la menor preparación. También en esto, el Evangelio deja las cosas en su sitio, recordándonos que en Nazaret Jesús no hizo milagros, porque sus paisanos no creían en el (Mateo 13,58). El milagro no da, pues, la fe, si no existe previamente, al menos en forma de confianza total en Cristo. Dios es, ante todo, Amor ofrecido, mirándonos a los ojos. Y la maravilla se produce en esta mirada.

« ¿Creéis que puedo hacer esto? -pregunta Jesús a los dos ciegos.
-Sí, Señor -le contestan.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según la fe que tenéis, que se cumpla» (Mateo 9,27-29).

Ya ves qué lejos estamos de la pura mecánica...

Los signos de Jesús
En su Evangelio, Juan habla casi siempre de signos en vez de milagros. Y esto nos va a ayudar a profundizar en el tema. Para mucha gente, Jesús es alguien que anuncia una doctrina misteriosa y difícil de entender, bien sea porque lo hace aposta, para invitarnos a la humildad, o bien sea porque, a pesar de intentarlo, no lo puede evitar. De ahí que, para recuperarse, realice milagros que nada tienen que ver con lo que dice, pero que le confieren prestigio y credibilidad a sus enseñanzas. Esta credibilidad, sin embargo, no procede de su enseñanza, demasiado abstrusa, sino de sus capacidades y de su extraordinaria personalidad. De esta manera, Jesús renunciaría a convencemos, contentándose con asombramos. Algo así como un profesor de geometría que, al verse incapaz de hacer entender a sus alumnos la demostración de un teorema, se pusiera a hacer el pino delante de la pizarra, para que sus alumnos le creyesen en nombre de su talento acrobático (imagen utilizada por Claudel, para hacernos comprender lo ridículo de la situación.) el milagro sería, pues, una pura payasada, sin relación con la doctrina de Jesús, ni con su corazón, y su función sería servir de apoyo externo al Evangelio. Desde esta perspectiva, se entiende perfectamente a esas personas poco creyentes, o poco dispuestas a convertirse realmente, que corren de aquí para allá en busca de milagros (verdaderos o falsos) para coleccionarlos y utilizarlos contra la Iglesia. Paradójicamente, reprochan a los demás cristianos su incredulidad, cuando los primeros incrédulos son ellos. En efecto, digan lo que digan, no tienen fe evangélica, porque ésta consiste en una toma de posición ante la persona de Jesús y ante su mensaje, algo por lo que no muestran ningún interés. Son simplemente gente curiosa que se deja asombrar por fenómenos extraños (verdaderos o falsos) y que confunden su asombro con un sentimiento religioso. Porque están asombrados, ya piensan que «creen». Pero, ¿es posible creer sin seguir a Jesús? El milagro se hace para conducirnos al Señor, no para quedarnos pegados al milagro. Lo que yo venero no es el prodigio, sino el amor de mi Dios.

Por eso Juan habla de «signos», es decir, de hechos significativos y que no sólo son visibles, sino también legibles. Hechos que nos designan a Jesús como la fuente de todo y que nos dan la consigna de ser sus discípulos. Una payasada no nos enseña nada acerca del corazón del acróbata; sólo nos manifiesta su talento. Un truco de magia no nos dice nada sobre la vida interior del prestidigitador, simplemente nos muestra su destreza de ilusionista. Por el contrario, el milagro procede de lo más profundo de Jesucristo, nos revela su persona, su obra y su mensaje, procede de Él y nos conduce a Él.

Además, en los Evangelios, Jesús no tiene nada del charlatán de feria que dice «nada en las mangas, nada en el sombrero, nada en los bolsillos», aprovechándose del asombro de los demás para pasar la bandeja. Mira su discreción en Caná, por ejemplo. ¡Nada de películas! Satanás es el que le propone que monte un show arrojándose desde el pináculo del templo sin paracaídas un día de fiesta. Jesús no juega este juego. Y los milagros relatados en los Evangelios no contienen nada de cara a la galería, ni nada que pueda dispensar la conversión de los corazones. Cuando Juan Bautista está en la cárcel y duda de un Mesías tan poco espectacular, Jesús le da signos que no engañan (Maleo 11,2-6). Signos que no miden el poder de sus bíceps, sino que revelan sus intenciones profundas: devolver la vista a los ciegos, hacer andar a los paralíticos, curar a los enfermos, hacer oír a los sordos, resucitar a los muertos y, sobre todo, dar esperanza a los más pobres.

El milagro no es, pues, un fenómeno que se pueda separar de su raíz y convertirlo en una curiosidad autónoma y apta para periodistas. Si Jesús escogió dar la vista a los ciegos, fue para enseñamos que el es la Luz y que tanto la luz de los ojos como la del corazón proceden de el. El signo llega a su meta cuando provoca en los labios del curado una profesión de fe (Juan 9,38). Bartimeo, el ciego de Jericó, escogió incluso una fórmula activa: nada más ser curado, se puso a caminar detrás de Jesús (Marcos 10,52) ¡Qué rapidez de reflejos la de Bartimeo!

Amigo, el milagro es irritante cuando se convierte en algo más convincente y apasionante que Jesús; cuando seduce, en vez de convertir. Como dice San Agustín, no quieras al anillo más que a la novia, pero tampoco dudes en recibir el anillo de manos de la novia. No digas a Dios que no necesitas milagros para creer en su amor. Tú y yo sabemos que eso no es del todo cierto. Y, sobre todo, no le vayas con el cuento de que, sin los milagros, su Evangelio pasaría mejor el examen. ¡Deja hacer su trabajo al Señor! ¡Es de suponer que lo sabrá hacer mejor que tú y que yo! Tampoco intentes hacerte el sutil, queriendo separar el hecho del sentido, y afirmando que la historia es falsa, pero la lección bonita. ¡Tonterías de intelectuales cansados!

Documentos y artículos para profundizar en el tema
¿Cómo se comprueban los milagros?
El milagro, llamada a la fe.
Los milagros de Jesús, signos del amor.
Significado salvífico de los milagros.
Los milagros de Jesús, demostración del mundo sobrenatural.

Autor: André Manaranche | Fuente: Libro preguntas jóvenes a la vieja fe.

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