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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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TUS PREGUNTAS SOBRE DIOS: ¿UN DIOS CASTIGADOR?

Un Dios castigadorY Él les dijo: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo? Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. 

Esta es la pregunta que me planteas: 

«¿Cómo se puede decir que el Sida es un castigo de Dios, cuando hay niños totalmente inocentes que mueren por culpa de esta terrible enfermedad?». 


Siempre es lo mismo: un Dios-explicación de una plaga contemporánea. En primer lugar, debo confiarte que estos dos últimos años ayudé a bien morir, en un hospital de París, a dos jóvenes amigos, afectados por el Sida: Frank, muerto el 18 de mayo de 1988, a los 22 años, y Martín, muerto el 22 de enero de 1988, a los 29 años de edad. También debo decirte que Martín, pensando en su caso personal, me había planteado tu misma pregunta. Evidentemente, no le traté como un maldito de Dios, sino como el hijo querido del Abba, nuestro Padre del cielo, y así, poco a poco, le fui convenciendo. Comprenderás que, si el mismo Dios hubiese enviado desde lo alto del cielo este virus terrible, para castigar a la gente, no nos iba a pedir que amásemos a los afectados en su nombre. ¡Al menos que estuviese arrepentido y quisiese reparar un mal del que se avergonzase! ¡Seamos lógicos! En ese caso no nos habría dicho: «amaros los unos a los otros», sino «apartaos de los sidosos, están malditos...». 

Mi actitud contigo no será diferente a la que mantuve con mis amigos, que en paz descansen, aunque mi respuesta tratará de ser más reflexiva y profunda.

¿Quién plantea esta pregunta? 

Permíteme, en primer lugar, preguntarte con qué actitud planteas esta pregunta. Porque hay dos formas de reaccionar. Por un lado está, sin duda, tu reacción, que traduce una perplejidad o, incluso, un escándalo doloroso. Y por otro lado, la del «deshacedor de entuertos», que muestra su alegría, constatando que -¡por fin!- Dios defiende su causa, sanciona enérgicamente el mal, y detiene la decadencia creando esta terrible pero benéfica disuasión. ¡Ya iba siendo hora! ¡El principio de la sabiduría es el miedo del policía... Y de la enfermedad mortal! Además, la amenaza comienza ya a dar sus frutos: aunque la permisividad moral continúe, ya no se muestra tan triunfante. A lo que algunos, más pesimistas, añaden: «es cierto, pero llega demasiado tarde; la Virgen predijo la inminencia de la catástrofe y la hora ha llegado; preparémonos para el Apocalipsis». 

Ten en cuenta, además, que no es raro encontrarse con esta actitud. Después de escribir un artículo en «Familia cristiana», para restablecer la verdad, es decir, la bondad de Dios, recibí una carta indignadísima de un lector, reprochándome el haber desfigurado el verdadero rostro de Dios y haber apoyado la inmoralidad. Le respondí preguntándole sencillamente si, cuando comulgaba, recibía en la hostia el cuerpo de un .verdugo de los demás... Y el episodio me hizo recordar un pasaje de la película «Señor Vicente». Unas señoras de la alta sociedad, a las que San Vicente Paul había invitado a acoger a unos niños abandonados, le responden indignadas: «¡Dios no quiere que vivan; son los hijos del pecado!». A lo que el santo, muy serio, replicó: «Señoras, cuando Dios quiere que alguien muera por el pecado, envía a su propio hijo». ¡Qué respuesta! 

¿Qué dice la Escritura? 

Y, sin embargo, la idea de un Dios castigador, que a ti y a mí nos aterroriza, puede basarse en argumentos bíblicos nada despreciables. Es verdad que, desde el primer pecado (Génesis 3,14-19) hasta los de hoy (Romanos 1,18-32), el Señor castiga la rebeldía con penas diversas, de las que la peor es la muerte. Su palabra anuncia el juicio: «por haber hecho esto..., ¡OH hombre!..., te pasará esto.» 

De esta forma enérgica fue tratado el pueblo de Dios, cuando se mostraba infiel, por los profetas. Así, en tiempo de los Jueces, el pueblo puede elegir entre la zanahoria o el palo. Además, en la Biblia, Dios no se contenta con dejar que el pecado dé su propio fruto automáticamente (es lo que se llama la «justicia inmanente»), sino que infringe el castigo en persona. 

Pero esta táctica divina del golpe por golpe puede que funcione a nivel colectivo, pero no a nivel individual. En este segundo nivel, lejos de sancionar inmediatamente al malo, a menudo Dios le deja prosperar y pavonearse en un lujo insolente. Ya tiene papada y, mientras sigue engordando (Salmo 73,6-7), se burla de un cielo que parece sordo, ciego y manco (versículos 10-11). En cambio, el justo soporta toda clase de calamidades... ¡Realmente la justicia divina escandaliza y confunde! Es el mundo al revés. Algo de eso vivió el pobre Job ahogado por las desgracias, mientras sus amigos intentaban hacerle confesar un pecado secreto que justificase sus males. ¡Y Yahvé se contentaba con mandarle guardar silencio! 

En la misma época, los profetas se ponen a proclamar que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva (Ezequiel 18,23). Sin aflojar su exigencia, Yahvé se muestra dispuesto al perdón y multiplica sus llamadas al arrepentimiento. El tono va cambiando: se acercan los nuevos tiempos. 

El Evangelio confirma esta oferta de misericordia. Puesto en presencia del ciego de nacimiento, Jesús rechaza categóricamente la idea de un castigo personal o familiar (Juan 9,1-3). Asimismo, al hablar de la torre de Siloé, que había sepultado bajo sus escombros a dieciocho personas, evita poner en relación directa la catástrofe con un eventual pecado cometido por las victimas (Lucas 13, 4-5). Además, el Padre celestial no mira la buena o mala conciencia de los campesinos para sobre sus tierras el sol y la lluvia. En efecto, calienta y riega indistintamente a justos y pecadores sin que las nubes salten las tierras de los malos para castigarles por sus pecados también nosotros hemos de hacer lo mismo y saludar a nuestros enemigos como si fuesen amigos.

A la inversa, el Señor no cura a todos los enfermos, y cuando cura a algunos, no se trata de una recompensa, sino de un signo, y los que no son librados de su enfermedad no pueden tomárselo como un castigo. ¡Aléjate, pues, de este simplísimo que te proporciona débiles explicaciones!

¿Y el Sida?

Volvamos al Sida. Aunque a menudo vaya unido a la homosexualidad (sobre todo el principio) o la toxicomanía (por el uso de jeringuillas contaminadas), esta terrible enfermedad se transmite también por otras causas. Por ejemplo por una simple transfusión sanguínea. El personal hospitalario se arriesga permanentemente a un accidente, a pesar de las precauciones tomadas. No debes pues establecer una relación directa entre el Sida y la inmoralidad.

Por otra parte, guardándote muy mucho de imaginar un Dios vengador, entregando una especie de querrá bacteriológica contra los impuros, como los rusos en Afganistán. El Sida muestra simplemente que el hombre no puede jugar con su humanidad de una manera insensata, contraviniendo la sabiduría inscrita en la naturaleza. No se puede hacer el amor de forma cualquiera. ¡No se maltratan impunemente las mucosas ni los sentimientos! Desgracia también para los poderes públicos que, bajo el pretexto de acabar por todos los medios con esta grave amenaza, no consiguiesen más que amentar y legalizar la permisividad banalizando la distribución de preservativos. La urgencia a corto plazo no debe hacemos olvidar el problema de fondo, que no es sólo un asunto de la Iglesia, a la que, por otra parte, se acusa de intolerancia y se ridiculiza. 

El asunto no es nuevo. En todas las épocas, más menos turbulentas, algunos creyentes predijeron catástrofes o atribuyeron una catástrofe presente al pecado social del momento. ¡Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos predicadores presentaron la derrota de Francia como un castigo por su laicismo! No interpretes a tu gusto los acontecimientos de este mundo, atribuyéndolos a los designios del cielo. En ese caso estarás proyectando sobre Dios tus terrores y tus violencias. Es verdad que el Sida es una tremenda amenaza ante la que no se pueden cerrar los ojos, ya que su presencia es cada vez más evidente. Se comprende también que algunos vean un juicio de Dios en una plaga de una amplitud galopante. Pero sería totalmente erróneo buscar en el Sida el horóscopo divino. Lo que Dios quiere de ti es que te armes con el coraje de la pureza y de la caridad. ¡No busques en otra parte! (1: A mediados del siglo XVI, un teólogo flamenco, Miguel Bayo, defendió que todo sufrimiento humano era el castigo del pecado original o de los pecados personales. Concluyó, además, que la Virgen Maria no era inmaculada, por lo mucho que había sufrido durante su vida, y que incluso había pecado como todo el mundo. ¡Ya ves a donde conducen las teorías! el Papa San Pío V condenó este error en 1567. Mucho antes, San Agustín había dicho que el sufrimiento funciona como un remedio más que como un castigo).


Autor: André Manaranche | Fuente: Libro preguntas jóvenes a la vieja fe.
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